Ya
existe una generación formada en el pensamiento de Deleuze –recordemos la
premonitoria frase de Foucault “El siglo que viene será deleuziano”–, que ha
desarrollado un nuevo gusto por la filosofía y un particular modo de
entenderla. En ese sentido, no parece casual que Michael Hardt, coautor junto a
Toni Negri de Imperio, se haya interesado por la obra del filósofo francés –de
escaso arraigo en el establishment filosófico norteamericano–, puesto que su
filosofía reverbera con particular intensidad en el pensamiento político. El gesto
de Hardt –un ajuste de cuentas con sus pares estadounidenses, que trabajan
fundamentalmente en el campo de la filosofía analítica– resulta en una obra de
enorme valor. Pues, con paciencia y rigor intelectual, rastrea la vigorosa
línea de desarrollo del pensamiento deleuziano, que no puede concebirse sin
tres grandes referencias: Bergson, Nietzsche, Spinoza. La ontología
bergsoniana, la ética nietzscheana y la práctica spinoziana son los tres
grandes pilares sobre los que se asienta la obra de Deleuze, el material para
su propia formación y aprendizaje. Y aquí Hardt, con análogo gesto de aprendiz,
se sirve de la obra del filósofo francés para mostrar que la historia de la
metafísica no ha muerto y que contiene potentes alternativas radicales que aún
persisten con vitalidad en los problemas contemporáneos que enfrentamos.
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